Panamericanismo
La Unión Panamericana (1890) encabezada por EE.UU. se entiende como una forma de poder blando que...
Entendidas como santuarios de la modernidad y el progreso, las exposiciones universales ocupan un lugar destacado en los estudios sobre el siglo XIX. Gracias a su naturaleza internacional, recolectora y exhibidora, así como a su gran capacidad de atracción pública, que ha permitido leerlas también como medios de comunicación, las exposiciones y ferias mundiales dejaron a su paso numerosos testimonios escritos y visuales que han permitido estudiar una gran variedad de temas y problemas. Desde asuntos como la aceleración de los avances científicos y el despliegue de los discursos colonialistas, hasta la rivalidad entre las potencias y las mutantes representaciones de lo nacional, estos eventos aglutinaron una gran diversidad de fenómenos socioculturales y políticos, convirtiéndose ellas mismas en efímeras pero monumentales expresiones de los cambios de su siglo.
No obstante, los estudios dedicados a las exposiciones han dejado de lado algunas de sus particularidades. Al reducirse por razones prácticas al examen de una o dos exposiciones, o bien de un único tipo de elementos en exhibición, la mayoría de los estudios existentes han esquivado su dimensión interconectada, y, con ello, su papel como lugares de intercambio y transferencia cultural transnacional1. En esta medida, la propia « universalidad » reclamada por las exposiciones, expresiva de su interesada naturaleza conectiva e intercultural, ha sido obviada al momento de analizar sus orígenes, objetivos, y núcleos de participantes.
En diálogo con las nuevas orientaciones en torno al estudio de las exposiciones universales, sus funciones y efectos, este artículo aporta un análisis sobre el lugar del mundo impreso en estas experiencias. Situados en su primera gran época, entre 1851 y 1914, buscaremos responder no solo qué hacían libros, bibliotecas e imprentas en las exposiciones, quiénes los exhibían y por qué, sino también esclarecer su impacto entre los agentes del mercado internacional del libro. Entendiendo que las exposiciones fueron lugares de encuentro y diseminación, ¿pueden estas entenderse como nodos que conectaron experiencias distintas en torno al mundo impreso? ¿Fueron redes que agilizaron, desde una geografía transatlántica, la mundialización del régimen industrial del libro?
Con miras a abarcar un amplio espacio cultural, la propuesta conecta menos países particulares que actores y escenarios con intereses comunes respecto al libro como objeto comercial e intelectual. El área explorada involucra, por ende, exposiciones desarrolladas en las capitales del libro industrial pero asimismo aquellas organizadas en urbes menos centrales, pero no menos globales, como Santiago de Chile o Saint Louis. A través de esta articulación de agentes y materiales localizados en distintas orillas, el artículo busca acentuar sus interacciones, así como subrayar las diversas funciones que tomaron libros e impresos de acuerdo a quien les reunía y exponía.
La presencia del libro en las exposiciones universales representó la ratificación de un fenómeno singular: la industrialización del ramo de la imprenta. No cabe duda que para 1851, año en que la correría de exposiciones inició en Europa para desplazarse luego por América, Australia y Asia, la imprenta ya había abandonado sus primigenios atributos materiales. De la mano de nuevas técnicas e invenciones, las grandes capitales europeas conocieron una rápida multiplicación de los talleres existentes, así como la mecanización de aquellos asociados a las compañías periodísticas, sin duda los de mayor tecnificación. Acompañado del crecimiento de la inversión privada en su interior, la industrialización del ramo implicó no solo su mayor absorción de mano de obra, sino también el desarrollo de una sociedad cada vez más mediatizada.
En 1851, la Gran Exhibición no podía sino refrendar esta realidad, siendo las modernas rotativas de cilindros, que multiplicaban los tirajes de periódicos como The Times o The Illustrated London News, algunas de las máquinas mejor valoradas del evento (Figure 1). Décadas más tarde, la Exposición Centenaria de Filadelfia (1876) las « web newspapers-presses » de marcas Walter, Hoe y Bullock, que imprimían entre 13.000 y 20.000 hojas por hora, representaron un nuevo salto tecnológico2.
Junto al avance técnico, estas exhibiciones ilustraron asimismo la comunión entre los fabricantes y las empresas periodísticas, palpable en los talleres que se instalaban para imprimir los periódicos anfitriones y que asombraban a sus visitantes por su dimensión y ritmo de trabajo. Así por ejemplo, en sus memorias de la Exposición de Viena de 1873, el político y escritor español Juan Navarro Reverter describiría la imprenta de Die Internationale Austellangs-Zeitung (Gazeta de la Exposición) como un "monstruo" que arrojaba 10.000 ejemplares de ocho páginas por hora. En sus palabras:
« El rollo de papel que veis pegado al techo, es la cinta inmensa cuyos pedazos se distribuirán dentro de una hora por toda la tierra. Humildes y poderosos de Europa, del Asia y del Africa, tendrán mañana entre sus manos esos pliegos ennegrecidos; habrán hablado con nosotros, habrán estado en la Esposicion. ¡Prodigio inmenso de que no nos apercibimos porque lo poseemos! [...] La férrea boca habla al mundo 240.000.000 de palabras por hora, y solo un operario la vigila; el vapor la maneja3. »
En América Latina estos avances serían pronto anhelados. En la Exposición Internacional de Santiago de Chile de 1875, primer evento de su tipo en el continente, la participación de los fabricantes de imprentas europeos y estadounidenses fue vista incluso como una forma de impulsar el desarrollo intelectual del país. De acuerdo a sus organizadores, las imprentas existentes no podían satisfacer el ritmo tomado por las publicaciones locales, por lo que muchos empresarios esperaban la exposición justamente para actualizar sus talleres. Los fabricantes internacionales encontrarían en Chile, por tanto, un « mercado seguro », pues todas las aldeas querían su propio periódico4.
Los reportajes de algunos tipógrafos viajeros también documentaron el poder de la mecanización. Este sería el caso del tipógrafo italiano Pedro Tonini, quien cubrió para la prensa de Buenos Aires las innovaciones de la Exposición de París de 1900, resaltando en particular el sistema de la rotativa de The New York Times, máquina que tiraba a partir de seis linotipos, uno de ellos manejado por « una simpática y respetable señora », treinta mil ejemplares por hora. No obstante, Tonini quedaría realmente asombrado con el pabellón alemán, pues afirmaría que el noógrafo que lo haya visitado ya no necesitaba ver más, « pues allí había lo posible y diría casi lo imposible de las artes gráficas5. »
Con todo, los fabricantes de imprentas no fueron los únicos agentes del libro en las exposiciones. Libreros y editores les aprovecharon para mostrar sus progresos, e incluso para debatir en torno a su evolución como parte del circuito del libro. Los editores franceses entendieron las exposiciones, por ejemplo, como una plataforma ideal para relevar la silueta intelectual de su trabajo, que asimilaban a la de los arquitectos, y lograr distinguirse de los impresores6. Guiados por este objetivo, los editores lograron un espacio propio en varias exposiciones durante la década de 1870, impulsando así un proceso de diferenciación profesional que pronto les catapultaría como agentes principales del comercio del libro (Figure 2).
Así por ejemplo, durante la Exposición de París de 1867, un cronista afirmaría que, mientras el impresor era un fabricante y un artista, el editor era ante todo un vulgarizador, que por sus cualidades intelectuales y comerciales no debía compartir la sección de artes liberales con los impresores, sino más bien concursar dentro del grupo dedicado al mejoramiento de la condición física y moral del pueblo, es decir, junto a bibliotecas y materiales de enseñanza7. En 1872, durante una nueva exposición en Londres, el problema de la intersección de oficios pareció aliviarse de otra manera. Según informe del editor Georges Masson, entonces presidente del Círculo de la Librería, los jurados ingleses no tuvieron problema al repartir los premios pues todos los expositores eran editores. Para Masson era posible distinguir entre « impresores-editores » y « editores » en singular, pues aunque sus labores solían confundirse, consideraba que ambas ya estaban suficientemente diferenciadas como para separar sus méritos8.
En paralelo a estos juegos de distinción, el Círculo de la Librería, asociación de los editores parisinos, lograría afirmarse como la intermediaria oficial entre los expositores de libros y los comisarios franceses, un hecho que privilegió al editor como protagonista de las exposiciones de libros. Con todo, la gradual elevación del editor por sobre el impresor no sería un fenómeno solo francés. En Alemania, el proceso de recambio se notó para la Exposición Colombina de Chicago (1892), donde el catálogo oficial del Imperio tuvo al librero-editor como actor principal. Entendido como el « productor » en el comercio de libros, la descripción le reconocía al editor un espíritu que le permitía « dar vida y vigor a los negocios en escala mayor », y por encima de libreros, anticuarios y tipógrafos9. Organizados en el Börsenverein der Deutschen Buchhändler de Leipzig (1825), los editores alemanes contaban a la vez con una institución que defendía sus intereses y coordinaba su presentación en cada evento internacional.
Conforme a lo anterior, el recambio de los mediadores de la cultura impresa privilegiados en las exposiciones representó un impulso para la internacionalización del espacio editorial europeo y norteamericano. En el ámbito de la enseñanza, franceses y alemanes se consolidaron como una fuerza expositora que aportaba sus miembros a los jurados y esparcía por doquier catálogos especializados. Para la exposición de Filadelfia, Hachette estaría justamente fuera de concurso por integrar el jurado. Dueña ya de un gran prestigio, Hachette había comandado muestras colectivas en Nueva Orleans (1884), Saint Louis (1904) y Turín (1911), y participado en solitario de eventos claves para sus objetivos atlánticos, como el de Santiago de Chile (1875), que pese a su condición periférica atrajo también a la neoyorkina Appleton y las editoriales belgas de C. Muquardt, Albert Lacroix y H. Dessain, concurrencia que advertía el clima de competencia que envolvía al mercado del libro, así como el crecimiento de otros espacios editoriales (Figure 3).
Ahora bien, junto a los grandes representantes de la industria, un grupo más heterogéneo de actores y piezas se hizo presente en las exposiciones. Carentes todavía de una imprenta industrializada, países como los latinoamericanos presentaron colecciones bibliográficas que respondían a objetivos más vinculados con políticas de reconocimiento intelectual que con fines comerciales10. En efecto, gracias a su papel como espacios de sociabilidad y comunicación, las exposiciones brindaban la posibilidad de afirmar el carácter moderno y civilizado de los países o territorios participantes. Para estos casos, las oportunidades publicitarias y las marcas de prestigio pesaban, pues, mucho más que la dinámica competitiva.
Como hemos visto, la conquista del mercado internacional del libro y la imprenta fue el objetivo de editores y fabricantes dentro de las exposiciones. Para el empresariado europeo, sin embargo, no se trataba solo de difundir las producciones, abrir lazos y concretar negocios, sino de estudiar a los competidores, sus redes y desarrollos. Cualquier seguimiento a los informes de los comisionados franceses permite, por ejemplo, constatar su vigilancia de la industria alemana, visible a su vez en los reportes del Círculo de la Librería, que subrayaban la expansión de su influencia Europa y América.
Ajenos a estas disputas, los expositores latinoamericanos evidenciaban con sus muestras otras problemáticas. En lo fundamental, la reunión y exhibición de libros de producción nacional constituía su objetivo primario. Para los encargados de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, institución en vía de convertirse en Biblioteca Nacional, para que una nación pudiera ser conocida y apreciada no bastaba exponer las materias primas, sino que era preciso mostrar su « grado de cultura ». Según precisaban, el interés por exhibir las riquezas naturales había impedido mostrar « el convencimiento de que el pueblo que explotaba esas riquezas, era tan culto y civilizado como otros que ocupan un rango distinguido entre las naciones11. »
Bajo estos criterios, la biblioteca bonaerense reunió para la Exposición de París (1878) un total de 227 obras de ciencias y bellas letras que sumaban 660 volúmenes. Encuadernada con cueros nacionales especialmente diseñados para la ocasión, la colección duplicó al conjunto presentado antes en Filadelfia, y fue acompañada de un catálogo razonado según el método de Brunet. Diez años después, para otra exposición en París (1889), la muestra argentina fue aún mayor. Sólo en la sección dedicada a la « Organización, métodos y material para a enseñanza superior », las facultades de Medicina, Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires presentaron alrededor de 200 tesis, conjunto al que se sumaron libros de profesores y más de 300 títulos de prensa periódica12.
La preocupación por las colecciones nacionales fue también notoria en el caso peruano, y en particular para la Exposición de París de 1900. Creada a propósito de los discursos europeos que descartaban el progreso latinoamericano, la biblioteca creada para este evento agrupó 771 títulos de más de 400 autores peruanos (Figure 4). Según Carlos Prince, librero-editor de origen francés responsable del proyecto:
« Las opiniones antojadizas, las suposiciones inexactas y absurdas, que han arraigado hondo en aquellas naciones del viejo continente, debido á que se sabe muy poco ó casi nada del Perú, de sus instituciones políticas, de su desarrollo científico y literario, de sus riquezas fabulosas y providenciales, y hasta de sus condiciones físicas, climatéricas y geográficas; se desvanecerán ante esta magnífica y elocuente prueba del trabajo intelectual de sus hijos, en el que esta nación ocupa uno de los primeros lugares en la América española. No sólo el vulgo de las monarquías y repúblicas europeas, que carece de luces respecto de la verdadera situación de adelanto del Perú, quedará así desengañado, sino también la prensa de esos países y ciertos viajeros trasatlánticos, poco escrupulosos y sin conciencia, que han presentado á este país bajo los más sombríos aspectos, en cuenta el famoso marqués de Nardhaillac, el conde de Gabriac, miss Ida Pfiffer y aun Mr. Charles Wiener, comisionado por la Sociedad Geográfica de Paris no hace muchos años, para recorrer y explorar los Andes peruanos, ecuatorianos y bolivianos13. »
Las palabras de Prince reconocían, en efecto, la función propagandística de las exposiciones, su condición de pasillos donde era posible afirmar una condición civilizada y moderna. La participación de las bibliotecas públicas en la organización de los conjuntos, en usual alineación con libreros, impresores y escritores, reflejaba a su vez el interés transversal de estos proyectos entre la institucionalidad, los círculos letrados y los agentes del libro locales, todos deseosos de contrarrestar los discursos que les ponían en los márgenes de la cultura occidental.
Ahora bien, la presentación de bibliotecas como fórmula de publicitar el vigor intelectual no fue una práctica exclusiva de América Latina. Dentro de algunos pabellones estadounidenses, las muestras formadas por intelectuales afroamericanos jugaron un papel similar. Así, en la misma exposición de París en la que Carlos Prince pretendió asombrar a los europeos con la literatura peruana, la colección « The Negro Exhibit » se encargó asimismo de atacar la mala publicidad que tenía la población afroamericana (Figure 5). De acuerdo a uno de sus organizadores, Thomas J. Calloway, era sabido que la opinión europea imaginaba a los negros estadounidenses como una masa de violadores, como una droga para la sociedad civilizada. Para Calloway, estas calumnias eran imposibles de enfrentar desde los Estados Unidos, pues los economistas y políticos europeos no se suscribían a sus periódicos, ni compraban sus libros ni escuchaban sus conferencias. La exposición abría, en esta medida, una oportunidad para presentar el desarrollo afroamericano14.
Respaldada por intelectuales como W. E. B. Du Bois, entonces profesor de la Universidad de Atlanta, y quien reunió más de 300 fotografías para la ocasión, « The Negro Exhibit » incluyó libros, periódicos (Colored Press), patentes, cuadros estadísticos y mapas sobre la distribución de la población negra en los Estados Unidos, y que elaborados en las universidades de Atlanta, Howard y Fisk buscaron documentar el progreso de esta comunidad. Premiada con una medalla de oro, la colección presentada por Du Bois fue el conjunto más alabado de la muestra, pues atacaba los estereotipos raciales europeos y de la propia población blanca estadounidense al evidenciar la diversidad de la población negra y documentar su activa presencia en la sociedad.
Bajo este panorama, es posible leer las presentaciones estadounidenses en las exposiciones universales como una corroboración de su crecimiento industrial, pero también como un testimonio de los conflictos y la segregación que aún se extendían por su territorio. En relación al mundo impreso, sus muestras editoriales evidenciaban, ciertamente, equivalencias con el escenario europeo, con cuyos referentes además competían. No obstante, colecciones como « The Negro Exhibit » evidenciaban rutas de disputa intelectual semejantes a las trazadas por las muestras latinoamericanas. Ambas jugaron, en breve, como fórmulas que buscaron contrarrestar, textual y visualmente, los imaginarios racistas que permeaban la vida de las capitales industriales. Para sus organizadores, valga subrayar, era claro que el libro continuaba siendo una prueba de ilustración. Como anotaría un comisario de la Exposición de 1889, el libro era el vulgarizador de los descubrimientos y las invenciones, por lo que las colecciones enviadas por los países expresaban el poder de su actividad intelectual al reflejar el estado del arte, la literatura y la ciencia15.
En relativa contradicción con los esfuerzos por cultivar una imagen de naciones civilizadas, sin embargo, varias de las colecciones latinoamericanas llevadas a las exposiciones contenían obras que buscaban estimular la migración europea. Pensada como fórmula de modernización social y económica, y producto directo del afán de blanqueamiento y cosmopolitismo de las élites de América Latina, la literatura migratoria ocupó un lugar no menor dentro de las « bibliotecas nacionales » exhibidas. Los argumentos contra el eurocentrismo se desvanecían, así, en aquellas secciones que justamente ponían a la Europa central, sus habitantes e industrias en un pedestal.
En general, Argentina y Uruguay estuvieron fueron los países que más alimentaron sus colecciones con secciones dedicadas al tema. Estos buscaban, evidentemente, seducir a los lectores con las ventajas de la política migratoria, el crecimiento industrial y la expansión de las fronteras agrícolas por el avance del ferrocarril. De manera más sistemática, el Imperio de Brasil destinó fondos para la edición y traducción de obras de este tipo desde la Exposición de París de 1867, primero a través de breves folletos y luego de una obra estadística de más de 400 páginas. Traducida a varios idiomas, y siempre retocada ante cada nuevo evento, esta enfatizaba que un conocimiento perfecto del continente americano era urgente para aquellas naciones europeas donde la población abundaba16.
En contraste con otros géneros exhibidos, estos trabajos tuvieron ventajas en términos de visibilidad. A diferencia de las agrupadas por bibliotecarios o libreros, los multilingües libros de aliento a la migración conectaban más fácilmente con las muestras de materias primas, las más amplias de los pabellones latinoamericanos, las cuales informaban a los espectadores sobre los recursos naturales que aguardaban ser estudiados y explotados. En palabras de Alejandra Uslenghi, estas publicaciones creaban una suerte de efecto museológico, pues servían « para textualizar la totalidad visual y proporcionar al visitante un panorama basado en el conocimiento cuantificable17. »
Transversal a todas las exposiciones de la segunda mitad del siglo XIX, esta articulación entre los objetivos migratorios y la explotación de recursos naturales pudo palparse en la Exposición Internacional de Santiago, donde fueron exhibidos dos diseños de casas para colonos agricultores, pero también en los trabajos expuestos por científicos como el brasileño Nicolau Joaquim Moreira, que presentó en Viena sus Indicações agrícolas para os emigrantes que se dirigirem ao Brazil, obra traducida al inglés para la Exposición de Filadelfia, o el doctor David J. Guzmán, cuyo Estudio sobre el cultivo de algunas plantas y árboles industriales susceptibles de explotarse en la República de Costa Rica participó de la Exposición de Chicago en 1893.
En suma, la literatura migratoria tuvo un papel de peso para muchos expositores. En alineación con el clima de rivalidad que las exposiciones configuraban, estas obras ponían en operación lógicas de distinción menos preocupadas en rechazar las opiniones discriminadoras que en mostrarse más adecuadas para recibir población europea. En otras palabras, su publicación y exhibición expuso ejercicios de diferenciación entre los propios países latinoamericanos, que entraron a su vez en competencia con países de grandes aspiraciones migratorias, como Canadá y Estados Unidos, pero también con colonias formales como Australia, que solía acompañar sus muestras mineras y agrícolas con libros y mapas que alentaban la colonización.
A pesar de sus particularidades, estas colecciones no desentonaban del todo con las funciones más básicas de las exposiciones, ligadas a su poder de validación intelectual y técnica, o sus roles como ferias de publicitación y negocios. Según Pascal Ory, estas no habrían podido suscitar la enorme movilización política y financiera que les caracterizó si los empresarios no hubiesen pensado en ellas como lugares de publicidad18. Esto es claro en los itinerarios de muchos editores e impresores europeos y americanos, que leyeron las exposiciones como oportunidades para potenciar su estatus local y abrir nuevas fronteras de negocios. Como señalamos antes, casas como Hachette se beneficiaron estratégicamente de cada certamen para enriquecer su renombre y consolidar su prestigio internacional, el cual se potenciaba en virtud de los premios obtenidos.
No obstante, Hachette no fue la única casa francesa en recibir recompensas. El catálogo presentado por el Círculo de la Librería en Filadelfia recordó a sus lectores los premios recibidos por otros de sus afiliados, como Eugène Belin, Ch. Delagrave y Jules Delalain, todos con medallas ganadas en Londres (1862), París (1867), Ámsterdam (1872) y Viena (1873). Otros catálogos resaltaron, por su parte, a firmas no editoriales, como la fábrica de tintas Ch. Lorilleux, proveedora de varias imprentas rioplatenses, y la cooperativa papelera Laroche-Joubert de Angulema, ganadora en la categoría de papeles de la Exposición de Santiago (1875).
Las exposiciones parisinas del fin de siglo vieron, por otro lado, los primeros premios para América Latina. Las casas de Jacobo Peuser de Buenos Aires, Federico Schrebler de Santiago y de El Cojo Herrera de Caracas lograrían, por ejemplo, reconocimientos a partir de 189919. No obstante, las exposiciones fueron también espacios de aprendizaje y actualización. El certamen de 1900 fue así aprovechado por los dueños de la Imprenta Barcelona de Santiago, quienes adquirieron dos motores a gas Otto-Crosley y nueve prensas Albert de Frankenthal para su establecimiento, una transferencia tecnológica que les llevó a ganar tres medallas en la Exposición Pan-Americana de Búfalo (1901) por sus muestras de libros, planos, mapas y afiches.
Finalmente, los escritores fueron otro de los grupos interesados en las marcas de validación que podían otorgar las exposiciones. A pesar de que los libros no eran generalmente evaluados en sus contenidos, los premios obtenidos por algunos trabajos se añadieron a cubiertas y portadas con claros fines publicitarios. El uso de las exposiciones como instancias de validación tocó asimismo a las obras científicas, como fue el caso del ensayo La antigüedad del hombre en El Plata (1880) de Florentino Ameghino, que luego de ser premiado en la Exposición de París (1878), fue publicada entre las casas de Masson de París e Igón de Buenos Aires. Las premiaciones aportaban, en fin, nuevos sentidos a los libros y sus autores, quienes podían presumir, tal como libreros y editores, que su trabajo era autorizado por las más altas instancias.
Vistas como iniciativas encadenadas, las exposiciones universales funcionaron como nodos de movilidad transnacional, y particularmente transatlántica, a lo largo del periodo estudiado. Su capacidad de hacer circular personas, capitales y bienes culturales subraya un impacto para el mercado del libro que no puede menospreciarse. Si bien no hay duda que la movilización de estos agentes y mercancías pudo desarrollarse por vías más constantes o efectivas, la dinámica de novedad y reconocimiento que envolvía a estos certámenes les convirtió en experiencias atípicas de contacto con los ideales burgueses y lo considerado como efectivamente moderno. Como lo describió Werner Plum, las exposiciones fueron « santuario de las peregrinaciones hacia el fetiche mercancía20. »
Para el caso específico de libros e imprentas, así como para el de editores, libreros y bibliotecarios, las exposiciones jugaron como polos de atracción que se asimilaban no poco a las más antiguas ferias del libro, viejos espacios de mediación donde se competía simbólica y materialmente. No obstante, gracias a los mecanismos de movilización e intercambio que les eran propios, las exposiciones facilitaron dinámicas más generales en torno al mercado del libro. Sin pretensiones de exhaustividad, pasaremos a describir cuatro dimensiones relevantes en términos transatlánticos, y que destacan la variedad de actores y ámbitos conectados y, con ellos, las transferencias culturales que facilitaron.
La primera atañe al papel de las exposiciones en la circulación de los saberes pedagógicos. No cabe duda que la instrucción tuvo un peso importante en cada evento, visible en las clasificaciones que le contemplaron y en los congresos que la privilegiaron. Como bien ha indicado Frédéric Barbier, el lugar ganado por la instrucción respondía a su enlace con los intereses de la industria, que la entendía como un factor favorable a la productividad21. No extraña, por tanto, que las secciones vinculadas a la enseñanza fueran las que más libros agruparan, siempre con el respaldo de editoriales como Hachette, Appleton o Brockhaus, que con sus revistas y colecciones pedagógicas se disputaban abiertamente el abastecimiento de los sistemas educativos.
Una segunda dimensión puede observarse alrededor de las máquinas y útiles de imprenta. Gracias a los procesos de transferencia tecnológica, las exposiciones incidieron en la relativa homogeneización técnica de los parques impresores a nivel euroamericano, popularizando desde las grandes rotativas hasta las máquinas de escribir. Adicionalmente, las exposiciones potenciaron enlaces de abastecimiento que garantizaban a los compradores la efectividad de las maquinarias adquiridas. La historia de los técnicos que viajaron a América Latina para instalar marinonis y linotipos, dirigir su manejo o enseñarlo, es uno de los casos de movilidad que todavía aguarda a los historiadores.
El papel de las exposiciones universales en el desarrollo de distintos procesos de acumulación bibliográfica delinea un tercer ámbito. Al conformar bibliotecas para demostrar una condición civilizada, muchos países esperaban que estas terminaran ocupando un lugar en las bibliotecas de las ciudades anfitrionas. Así, por ejemplo, la colección argentina enviada a Filadelfia tenía por destino la biblioteca pública de la ciudad, objetivo no concretado debido a la intervención de Joseph Henry, director del Instituto Smithsoniano, quien terminó recibiéndola a cambio de una remesa de obras estadounidenses22. Procesos de acumulación se dieron asimismo en la exhibición chilena de 1875, donde se determinó que una « Biblioteca Internacional » sería el recuerdo que dejaría el evento, su modesta Torre de Babel, caso excepcional dentro de un escenario que tendía a favorecer a las capitales imperiales, sus academias, museos y bibliotecas23.
Por último, creemos que es posible entender las exposiciones como factorías editoriales. Debido a su declarada universalidad, estas constituyeron instancias de producción impresa sin equiparación durante el siglo XIX. Por su causa de fundaron periódicos, se reprodujeron miles de folletos y carteles, y se publicaron cientos de reportes y catálogos de todas las muestras exhibidas, muchos reeditados a la vez en múltiples idiomas y formatos. Las exposiciones protagonizaron además numerosos relatos de viajes, como el citado Del Turia al Danubio de Navarro Reverter, y fueron cajas de resonancia de los imaginarios raciales dominantes, visibles en los zoológicos humanos que se emplazaban en los pabellones coloniales, pero ante todo en las imágenes que de estos se reproducían en folletos y magazines. No sobra recordar que parte de estos materiales se producía in situ, y que como lo indicó el tipógrafo Pedro Tonini, los mismos no escaseaban, « pues hasta álbums y periódicos técnicos, que se imprimían allí mismo, se regalaban a los visitantes interesados24. »
En su afán por absorber y exhibir todos los adelantos posibles, las exposiciones universales lograron convertirse en nodos que conectaron, de manera periódica pero frontal, un sinnúmero de actores del mundo impreso. Procedentes de distintas geografías y con diferentes experticias y objetivos frente a cada evento, estos aprovecharon los espacios abiertos al libro para conocer nuevas técnicas y tecnologías, entablar relaciones y construir o refrendar un estatus empresarial o profesional determinado. Gracias a su fuerza de atracción, las exposiciones universales pueden considerarse como uno de los fenómenos que aceleró la mundialización del régimen industrial del libro. En medio de sus ambiciones por encarnar el futuro, ellas contribuyeron a la estandarización de las formas de producción impresa, crearon lógicas de validación para autores y obras, e impulsaron, indirectamente, la constitución y transferencia de colecciones nacionales a nuevos lugares. Pensadas como espacios interconectados, las exposiciones universales aportaron, en fin, a la edificación de una geografía editorial común a escala atlántica, caracterizada menos por su uniformidad financiera que por los materiales, saberes y prácticas que su desarrollo extendió a todas las direcciones.
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Un balance reciente sobre el lugar de América Latina en las exposiciones universales, en: Sanjad Nelson, « Exposições internacionais: uma abordagem historiográfica a partir da América Latina », História, Ciências, Saúde — Manguinhos, n˚ 3, (vol. 24, 2017), 785-826.
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Werner Plum, Exposiciones Mundiales en el Siglo XIX : Espectáculos del Cambio Socio-Cultural, (Bonn, Friedrich-Ebert-Stiftung/Hildesheimer Druck-und-Verlags, coll. « Aspectos Sociales y Aspectos Culturales de la Industrialización », 1977), 11.
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« Proyecto de una Biblioteca Internacional », Boletín de la Exposición, op. cit., 223.
Pedro Tonini, « Notas de la Exposición Universal, París 1900 », op. cit., 138.