El Atlántico Sur
El Atlántico Sur se afirma como un espacio mayor de circulación a lo largo de tres periodos. El...
Los datos del nacimiento e infancia de Maradona se acumulan en una sola dirección: la pobreza, el origen humilde, las clases populares. La marca básica que permitirá estructurar una épica del pobre está condensada en el nombre del vecindario, Villa Fiorito. Fiorito es un clásico barrio pobre, proletario, del conurbano bonaerense, de calles de tierra y sin servicios básicos. Fiorito, entonces, funciona como la palabra que no requiere explicación: significa pobreza y marginalidad, y representa eficientemente lo que quiere representar. Maradona abusa del tópico: "Dicen que yo hablo de todo, y es cierto. Dicen que yo me peleé con el Papa, y tienen razón. ¿Porque salí de Villa Fiorito no puedo hablar?1" Pero la operación de mitificación se completará con el verbo: salir. De Fiorito se sale, para llegar a la fama, al mundo, a la gloria, pero sin olvidar. Maradona es el pobre ascendido, el que sale, pero no se olvida de sus orígenes. Entre tantas declaraciones al respecto, vale ésta de 1989: "A mí me parece bien que me llamen cabecita negra porque nunca renegué de mis orígenes. Sí, soy un cabecita negra. ¿Cuál es el problema?"
Así, Maradona personifica un clímax: no se aparta de la clásica épica deportiva -porque no es únicamente futbolística- del ascenso social, sino que por el contrario la lleva a su máxima síntesis: es el pibe de Fiorito, y a la vez -o como culminación- llega a ser uno de los nombres más conocidos del mundo. Asimismo, repone -continúa- la narrativa clásica del deporte argentino: la estrella debe ser humilde, si quiere ser estrella. Caso contrario, será término marcado, señal de distinción. Y el potrero de Fiorito se carga de un sentido de esencialidad: es el origen de todos los futbolistas argentinos, los viejos y los por venir.
Las primeras apariciones públicas de Maradona parecen formar parte, y han sido narradas así, de un modelo profético. Dos presentaciones son claves: la primera ocurre en julio de 1970, a los 9 años, en el entretiempo de un partido entre el humilde Argentinos Juniors, su club de origen, y el poderoso Boca Juniors, su club de llegada. Maradona sale a hacer malabares con la pelota: recorre todo el campo llevando el balón con sus pies, sus hombros, su cabeza. Varios minutos después los equipos están listos para reiniciar el partido, pero las hinchadas gritan, aplaudiendo la exhibición: "¡Que se quede, que se quede!" En la misma época, en un programa televisivo, lo exhiben como una rareza: es presentado como un prometedor jugador del fútbol infantil, descubierto por algún productor inquieto por la falta de material más importante y seducido por la historia humana del niño humilde. Las imágenes son estremecedoras: Maradona, en un viejo blanco y negro, juega con la pelota, para luego enfrentar a la cámara y asegurar: "Mi sueño es jugar en Primera...y jugar con Argentina y ser campeón Mundial..."
Sin embargo, con el tiempo se supo que había un truco de edición: que el Maradona de pocos años apenas quería ganar un torneo local, pero que un productor avispado había trucado su promesa. Ya era una víctima de las necesidades del espectáculo.
La siguiente señal es el debut: el 20 de octubre de 1976, en un partido de su Argentinos Juniors contra el equipo de Talleres de Córdoba. Ya reconocido como un valor prometedor del fútbol juvenil, con apenas 15 años (a días de sus 16), ingresa en el segundo tiempo del partido, sin poder revertir la derrota de su equipo. Como es previsible, en un estadio para 20.000 espectadores y cuya capacidad no estaba colmada, la cantidad de argentinos que sostienen haber visto ese debut se cuenta por millones. Finalmente, el segundo debut, el internacional: cuatro meses después, el 25 de febrero de 1977, ingresa en el segundo tiempo de un partido de la selección argentina contra la de Hungría, en el marco de una serie de encuentros que la selección disputaba como preparación para el próximo Mundial de 1978. Argentina vencía 5 a 1, cuando el técnico Menotti ordenó el ingreso de Maradona: las crónicas del partido -y también Burns en su libro de 1996 y el mismo Maradona- insisten en que la multitud que poblaba el estadio de Boca Juniors donde se disputaba el partido reclamó el ingreso de la joven estrella en ascenso, inaugurando un grito que se haría clásico: "Maradoooooo..."
La consolidación de la figura y la simultánea constitución progresiva de las marcas del relato épico tienen tres hitos más, sucesivos en el tiempo. En primer lugar, la exclusión del plantel que disputaría la Copa Mundial de 1978. Maradona, integrante del equipo, será excluido en el último tramo de la preparación. Menotti alegará su excesiva juventud para lo que sabe será un campeonato difícil, no sólo por la exigencia deportiva, sino también por la política: la dictadura está en el poder, y ganar no es un objetivo, sino un imperativo. La respuesta de Maradona es el llanto: las imágenes periodísticas lo muestran desconsolado ante la decisión. Esa imagen será retomada en el momento de gloria, en 1986, sin evitar algún reproche hacia el técnico que impidió su consagración como campeón del Mundo a la misma edad que Pelé, la figura que devuelve el espejo. El héroe, entonces, afronta su primer contratiempo. La venganza deberá esperar ocho años.
En segundo lugar, el mismo Menotti lo elige capitán del equipo juvenil que disputa la Copa Mundial de 1979 en Japón. La actuación de Maradona es deslumbrante, y el equipo conquista el campeonato ganando todos los partidos. La figura en ascenso se consolida y asume, por primera vez, una representación nacional exitosa. Además le suma un condicionamiento interesante: por la diferencia horaria, los partidos se disputan entre las 3 y las 7 de la madrugada argentina, obligando a los telespectadores a largas trasnoches o a inmorales madrugones. El mito agrega entonces una condición iniciática: disfrutar de Maradona y su equipo -realmente, la selección desplegó un juego bello y contundente- exige el rito, el esfuerzo, la prueba que permita disfrutar de las hazañas del héroe. Además del exotismo que representa, para la cultura argentina, el Japón. Doble distancia, entonces, para la iniciación de esta representación nacional: la física y la temporal. Y esa duplicidad refuerza la significación.
Finalmente, en 1981 Maradona es transferido a Boca Juniors, abandonando definitivamente el origen humilde del pequeño club de barrio. En ese primer año en Boca - habrá que esperar hasta 1995 para su retorno - obtiene el campeonato local. La figura prometedora asume entonces su condición de ídolo, aunque sea de tipo fragmentario: Boca es el club con la hinchada más numerosa... pero no la única de la Argentina. Sin embargo, esa condición de representación parcial todavía está superada por la memoria del éxito de 1979 en Japón y la expectativa del próximo campeonato Mundial de 1982. Maradona, aún asumiendo una inserción local, promete una expansión internacional que suspende el juicio por parte de los adversarios. Ante los rumores sobre un traspaso a Europa, las hinchadas inauguran un nuevo canto: "Maradona no se vende/ Maradona no se va/ Maradona patrimonio/patrimonio nacional". El ídolo, así, es equiparado a la condición de producto nativo, de mercancía con valor agregado, de saldo exportable, que debe defenderse con una política proteccionista.
Sin embargo, y a pesar de su traspaso al Barcelona en 1982, la consagración internacional de Maradona deberá esperar unos años. En el Mundial de España, su actuación es deficiente e irregular, como la todo el equipo: es eliminado en segunda ronda por Italia y Brasil. Maradona, sometido a la marca asfixiante del stopper Gentili en el partido contra Italia, no toca la pelota; contra Brasil, revela su impotencia ante la nueva derrota en un foul descalificador que le vale la expulsión. En Barcelona, sufre una hepatitis en su primer año, y la fractura de un tobillo a manos del jugador Goicoetxea. Esta lesión será leída luego como una nueva prueba a ser superada por el héroe. Además, sus enfrentamientos con la dirigencia catalana y la aparición de los primeros síntomas de excesos en su vida privada no contribuyen a hacer de su estadía barcelonesa una etapa feliz. El ídolo es alejado de su hogar, sometido a las nuevas fuerzas que todavía no se llaman globalización pero ya se le parecen, incomprendido -como todo genio. Su vida privada revela una pauta de organización que se tornará reiterativa: el clan, el agrupamiento de familia y amigos, donde inclusive los profesionales que cumplen tareas específicas (el preparador físico Signorini, el agente de prensa Blanco) son asimilados dentro de la estructura clánica. Esto, que para los catalanes es asombro y desorden, no es interpretado en la Argentina -harto preocupada por la derrota de Malvinas, la caída de la dictadura y la transición democrática- más que como un lógico traslado de Fiorito al Primer Mundo.
Hasta que el 5 de julio de 1984 Maradona hace su llegada triunfal a Nápoles, luego de su salida negociada del Barcelona, batiendo un nuevo récord en el monto del pase, y comienza a construir la parte central de su saga, los diez años que vuelven imprescindible su presencia en cualquier enciclopedia. No son tantos los títulos: los scudetti de 1986-1987 y 1989-1990, la Copa de Italia de 1988, la Copa UEFA de 1989 y la Copa Mundial de 1986 en México. A esto se le sumará el sub-campeonato Mundial de 1990, en Italia. Pero cada uno de esos jalones, especialmente el primer scudetto napolitano y ambas Copas Mundiales, se cargan en la saga maradoniana de sentidos plurales y poderosos, pletóricos de contradicciones pero que resultan en una construcción simbólica incomparable.
Porque Maradona asume, en esos años, una representación plural hasta entonces irreconciliable: es un ídolo local-regional para el Sur de Italia; es un ídolo nacional para la Argentina; se transforma en el personaje más famoso del mundo; carga a la vez una significación política, que se agudizará en torno a 1990; se revela públicamente como un drogadicto; es la primera figura global del fútbol-espectáculo mucho más allá del espacio atlántico, atravesado por las nuevas condiciones televisivas de producción del fútbol a partir de los 90. Y es además, en todos esos años, el mejor jugador de fútbol del mundo.
La primera etapa de esa serie, quizás la más importante en términos de la cultura argentina y por la brillantez de su desempeño deportivo, es la Copa del Mundo de México, en 1986. Argentina sale campeón invicto, empatando sólo un partido y ganando todos los demás, con Maradona en el nivel más alto de su calidad. Pero además Maradona produjo uno de los acontecimientos más celebrados de la historia del fútbol: los dos goles al equipo inglés -consuetudinarios adversarios-enemigos de la Argentina desde las invasiones de 1806-1807 hasta la Guerra de las Malvinas de 1982, e imagen básica del otro significante a lo largo de la historia de su fútbol- en el partido de cuartos de final. En el mismo match hizo dos goles paradigmáticos de aquello que se le pide a un ídolo popular: el "astuto" gol de la Mano de Dios y el "mejor gol de todos los tiempos". Esta actuación corona la serie que permitió consagrar a Maradona como el pibe, aquel que, como dice Archetti en su libro de 1998, no pierde su capacidad lúdica y su creatividad, porque en tanto pibe, es decir, no adulto, no se sujeta a las lógicas disciplinarias y productivas del mundo/mercado. Por el contrario: las excede y exhibe el exceso.
Y lo hace solo. La soledad del héroe es de gran valor para su transformación en ícono cultural: el héroe permanece solo contra un mundo de oponentes, y solo contra un submundo de peligros. Esa soledad de Maradona se vuelve empírica -no sólo simbólica- en esos dos goles: en el primero queda aislado por un rebote accidental del balón y resuelve, con rapidez de prestidigitador, ante el asombro del golero Shilton.
En el segundo, la descripción de Burns carga las tintas sobre la soledad de la acción de Maradona:
"Tomó la pelota desde su mitad del campo y la mantuvo en sus botines como si la tuviera pegada a ellos. Maradona procedió a abrirse camino entre los ingleses, con un movimiento grácil semejante al de un esquiador [...] Después de haber contenido a Fenwick y sin perder el control de la pelota en ningún momento, Maradona tuvo tiempo de asegurar la posición de Shilton. El arquero inglés parecía desesperado intentando predecir los posibles movimientos del argentino, así que Maradona siguió adelante, dejando el tiro para el último momento. Un retraso de décimas de segundo hizo reaccionar a Butcher. Intentó interrumpir el avance impresionante de Maradona con un ataque que tampoco fue efectivo. El argentino se recompuso y sin esfuerzo alguno pasó la pelota del pie derecho al izquierdo antes de hacerlo deslizar con mucha calma a través de Shilton"2.
Entonces se cargan los goles de Maradona de simbolismo por tratarse de acciones individuales, no dependientes del juego de equipo, soportando el sentido de lo excepcional, lo imprevisible, lo no reglado, propio de quien es -se re/presenta- como único. Es el comienzo de un periplo heroico: y la caracterización de héroe para el Maradona de 1986 se refuerza en la película filmada en esa ocasión, titulada justamente Héroes. Si bien se trataba apenas de la película oficial y documental de la FIFA, la misma fue exhibida en la Argentina como un estreno cinematográfico. Y el plural del título se traducía, para el espectador argentino, en el singular excluyente, en la narración de la gloria de un solo héroe posible, ése que superaba ingleses una y otra vez en una imagen repetida 6 veces.
Y es el periplo que lo llevará a Simon Kuper a afirmar, mucho más recientemente, y cuando ese periplo parece estar concluido
"Si Maradona arruinó su cuerpo con cocaína, y tomó la efedrina prohibida para perder peso en el Mundial de 1994, lo hizo para servir a su país. El donó su carne. Y la Argentina, en una decadencia sin final desde su nacimiento, se lo demandó. Sí, hubo otros grandes jugadores, que alcanzaron mejores rendimientos, pero Johan Cruyff, Franz Beckenbauer y Bobby Charlton venían de países ricos donde el fútbol no tenía que compensar nada más, mientras que Pelé tuvo la ayuda de una generación tan dotada que ganaron la copa de 1962 sin él. Maradona, sin embargo, cargó a la Argentina sobre sus hombros.3"
Lo mismo podría decirse, por cierto, de los dos goles contra Bélgica en semifinales. Pero los goles son contra Inglaterra. Años después, Maradona reconocería lo que nadie podía decir en 1986:
"Lo de Inglaterra, en México 86, fue, más que nada, ganarle a un país, no a un equipo de fútbol. Nosotros decíamos, antes del partido, que el fútbol no tenía nada que ver con la Guerra de las Malvinas, pero íntimamente sabíamos que habían muerto muchos pibes argentinos allá, que los habían matado como pajaritos... Era mentira que las cosas no se mezclaban, era mentira. Porque inconscientemente lo teníamos bien presente, ¿entendés? Entonces, eso era más que ganar un partido, mucho más que dejar fuera de la Copa del mundo a los ingleses. Nosotros hacíamos culpables a los jugadores ingleses de todo lo que había sucedido... Sí, yo sé que era una locura, pero así lo sentíamos y era más fuerte que nosotros. Estábamos defendiendo a nuestra bandera, a los pibes, la verdad es ésa. Y el gol mío... el gol mío tuvo una trascendencia que... los dos, en realidad. El primero fue como robarle una cartera a un inglés, y el segundo... tapó todo.4"
En 1986, con una democracia recién recuperada en la que el recuerdo de Malvinas aparecía como vergüenza por la aventura militar y el exceso patriotero que la había acompañado, nadie podía vincular el hecho deportivo al bélico. No, al menos, explícitamente. La traducción a posteriori que hace Maradona bien puede ser pensada como un imaginario flotante, que solo podía ser traducido en un parco festejo callejero donde el recuerdo de la guerra era desplazado por doloroso.
Pero esto sería solo el comienzo de su momento de clímax. El 24 de mayo de 1987 el Napoli, nuevamente con Maradona como figura excepcional, gana por primera vez el scudetto italiano, y esa primera vez excede al club: es la primera vez del Sur italiano, pobre, campesino y caótico contra el Norte industrial, desarrollado y europeo. Es el clímax de su valor representativo como ídolo local-regional -en tanto trabaja simultáneamente sobre la ciudad de Nápoles y sobre el espacio sureño en general, sobre la cuestión meridional de que hablaba Gramsci.
Estos significados están narrados en el film de Bertrand Bloch de 1987, Napoli Corner, presentado en la Argentina como Maradona y el Napoli -traducción que carga el sentido sobre el héroe antes que sobre el espacio. El relato se mueve permanentemente entre el héroe -que juega un campeonato excepcional- y la ciudad, entendida como un espacio público caótico, abigarrado, y a la vez como una inmensa hinchada, que se desplaza de lo religioso -las imágenes de la Madonna dell'Arco y San Gennaro, yuxtapuestas a la santificación de Maradona (San Gennarmando) en los íconos callejeros-, a lo político: un entrevistado recuerda que el subdesarrollo napolitano se debe a la traición del prócer Giuseppe Garibaldi, cuando resignó la independencia del Reino de las Dos Sicilias a la unificación italiana a fines del siglo XIX, en un ejercicio de memoria histórica que el mismo Gramsci envidiaría.
Los años que van hasta la Copa del Mundo de 1990 son los más placenteros -en tanto son aquellos en los que disfruta las mieles de ambos éxitos, los locales (italianos) y los nacionales (argentinos)-, aunque sean a la vez agitados -se transforma lentamente en adicto a la cocaína, enfrenta un juicio por paternidad, nacen sus hijas y se casa, se enfrenta cotidianamente a los dirigentes del Napoli y de la FIFA. Pero ese campeonato mundial de Italia '90, a la vez el primer campeonato globalmente espectacularizado, es un clímax de la saga, aunque sea a la vez un registro del inicio de su decadencia deportiva. Que Maradona haya jugado un campeonato mediocre es poco importante (salvo una acción, contra Brasil, en la que asiste a Caniggia para que convierta el gol que le da el triunfo a la Argentina, en un partido de segunda ronda que el team brasileño había merecido largamente ganar); la actuación maradoniana es fuertemente productiva en términos de significados, no de goles.
Y nuevamente reaparece su doble representatividad, pero llevada hasta la hipérbole. En términos argentinos, Maradona había sido nombrado, días antes del inicio del torneo, embajador honorario del nuevo gobierno argentino, presidido por Menem desde el año anterior, de la misma manera que Pelé había representado repetidamente los intereses de Brasil en el extranjero. El gesto significaba tanto la espectacularización de la representación nacional encarnada por Maradona -hasta la saturación, en tanto era convalidada oficialmente por un gesto estatal- como el intento de apropiación más desembozado de la relación entre fútbol y políticas de estado. Y Maradona no ofrecía, al respecto, ninguna resistencia. La alternatividad del símbolo se dispara hacia fuera, hacia las instituciones -básicamente, la FIFA- y hacía, ampliamente, los países poderosos que dominan dichos organismos, a partir de un discurso donde reaparecen en posición dominante los argumentos paranoicos. Luego del partido final contra Alemania, que Argentina pierde por 1 a 0 tras un penal dudoso, este argumento explota: la derrota es producto del complot, el Mundial habría sido preparado como exhibición de los fastos primermundistas de los países ricos, y ese país periférico y descentrado había sido castigado por osar participar en el festín, desplazando nada menos que a la poderosa Italia, dueña de casa vencida en semifinales. La transmisión televisiva del campeonato, a cargo del único canal estatal argentino, fue el principal soporte de estos argumentos, que cedían rápidamente al chauvinismo, con profusión de banderas flameando al viento.
Pero el segundo eje de representación se complementa con el primero: Maradona trabaja eficientemente con la oposición Norte-Sur italiana, luego de la silbatina y los gritos de "Maradona/Figlio da putana" recibidos en Milán en la inauguración del torneo. Ya el segundo partido, contra la URSS, se juega en Nápoles y las silbatinas son reemplazadas por aplausos. A partir de allí, sus declaraciones preparan el terreno para lo que sería la exhibición central del conflicto: el partido de semifinales entre Italia y Argentina, jugado también en Nápoles. Maradona arriba al encuentro luego de recordar diariamente, en sus declaraciones periodísticas, el desprecio del Norte sobre el Sur, así como la deuda napolitana con el héroe que los llevara a la victoria. El resultado es tanto la ausencia de silbatinas en el estadio San Paolo el día del partido, como la rechifla estruendosa que, por el contrario, lo cubre el día de la final contra Alemania en Roma. Esa noche, Maradona impone dos imágenes a la televisión global: la primera, sus labios pronunciando con toda claridad el "hijos de puta" dirigido a los tifosi que insultan el himno argentino -y que al insultar el himno nacional para insultar a Maradona, facilitan la asociación que identifica la Nación con el héroe-; la segunda, sus lágrimas al recibir la medalla del segundo lugar, luego de la derrota que el periodismo argentino -y Maradona- califican de "robo". El héroe, derrotado en la batalla, se revela contra la injusticia. Las lágrimas en la entrega de la Copa del Mundo de Italia '90 pusieron en un primer plano ese ethos patriótico: en el rostro de Maradona se observaban distintas líneas, desde la tristeza por la derrota hasta el honor por el sub-campeonato; el orgullo de mantenerse en pie frente a la humillación de la silbatina y la vergüenza de saberse observado por millones de televidentes; la sed de venganza por el bochorno y el sentimiento de deshonra hacia la camiseta argentina. Un complejo juego de significados cruzados que condensaban al mismo tiempo los atributos de un ethos argentino popular.
El cierre de la aventura italiana de 1990 es sugerente: en 1986 el equipo campeón había sido recibido en triunfo y conducido a la sede del gobierno argentino, la Casa Rosada, para ser saludados por el presidente Alfonsín y luego a su vez saludar a los hinchas congregados en la Plaza de Mayo desde el balcón central del edificio, aunque el presidente se quedara prudentemente en el interior del mismo. En 1990, el equipo derrotado es nuevamente recibido en triunfo, vuelve a ser conducido a la Casa Rosada, vuelve a asomarse al balcón. Las diferencias son tres: el equipo había perdido un campeonato, el presidente era un peronista, Menem, y éste salió al balcón para recibir vicariamente los vítores de la multitud. La reaparición del epíteto campeones morales, en desuso desde los años 60, será el broche de oro a tamaña puesta en escena.
Entre el 90 y la Copa del Mundo de 1994 se produjo un desplazamiento en la significación maradoniana. En marzo de 1991 se detectó cocaína en su orina y fue suspendido por 15 meses por las autoridades italianas. Las explicaciones paranoicas reaparecían: la acusación de dóping era un castigo por la actuación mundialista. Maradona regresó a Buenos Aires, y el 26 de abril fue detenido en una casa particular luego de consumir cocaína, siendo liberado rápidamente, pero bajo proceso judicial. Allí se produjo el desplazamiento definitivo: la detención comenzó a ser leida como un nuevo complot, del que participaban ahora las autoridades políticas argentinas, el peronismo gobernante, ansioso por distraer a la opinión pública de reiteradas acusaciones de corrupción y lavado de dinero del narcotráfico, que involucraban inclusive a la cuñada del presidente. Ese mismo día, asimismo, el gobierno dejaba sin efecto la designación como embajador de Maradona, menos de un año después de su nombramiento en tiempos de gloria. La suma de la FIFA y Menem, más el Papa y los Estados Unidos -a los que había criticado en declaraciones anteriores- configuró un bloque definido por una palabra fetiche: el poder y sus administradores, los poderosos.
Esta colocación novedosa de Maradona se alimentó eficazmente con el relato del origen: Maradona simbolizaba al pobre que ascendía, al que no se le perdonaban su irreverencia y sus cuestionamientos. Cierto es que éstos habían sido, hasta entonces, bastante tímidos: defender la salud de los jugadores amenazados por el sol mexicano en 1986, indicar un complot improbable e indemostrable en Italia '90, señalar la contradicción entre la riqueza papal y la caridad cristiana -un lugar común. Sólo se destacaba, entonces, una señal original: su visita a Cuba y su entrevista con Fidel Castro en 1987, única marca de una proto-politización. De la misma manera, su irreverencia había sido más futbolística que cultural: inclusive su televisiva fiesta de casamiento en 1989, si bien marcaba su fidelidad al origen -como dije, sus amigos de Fiorito estuvieron entre los invitados- también practicaba todos los tics del nuevo rico. Pero la nueva situación que se genera tras su suspensión, al mismo tiempo que lo excluye del territorio donde su producción de sentidos parecía más rica -el estadio-, lo colocó en un lugar más interesante: la víctima que se rebela contra el poder. En esa victimización Maradona trabaja además con un contenido fuerte de las tradiciones populares argentinas: el rebelde perseguido por la justicia, que no es justa porque está dominada por los poderosos. Esa tradición, que por otra parte es común a las culturas populares, se remonta en la Argentina al texto fundacional de su cultura: el poema gauchesco Martín Fierro (1872). Así, la relación entre la condena y el poder era denunciada en los cantos de la hinchada de Boca: "En la Argentina/hay una banda/hay una banda de vigilantes/que mete preso a Maradona/y Carlos Menem también la toma". Con la excepción de los hinchas de River, que comenzaban a tribalizar la figura de Maradona, las hinchadas insistían en cánticos de defensa del ídolo. Los argumentos centrales son interesantes: por un lado, que los hinchas en tanto consumidores reales o imaginarios de drogas -y defensores del consumo en sus cantos- no podían atacar a otro consumidor, que para colmo lo reconocía públicamente, lo que lo alejaba del mundo de la hipocresía. Por el otro, la acusación venía de estratos gubernamentales, a los que el imaginario popular sindicaba no sólo como consumidores, sino como traficantes.
Pero además, este nuevo juego de significados no se produjo en un contexto aleatorio o neutral; es un momento en que la crisis de los grandes relatos aparece en la política argentina y describe un mapa de inestabilidad, ambigüedad y contradicciones que debilita -¿definitivamente?- la capacidad de las instituciones de la modernidad -escuela, estado, política, sindicalismo- para interpelar y constituir sujetos sociales.
Este cuadro, que de manera sintética muestra a partidos democráticos claudicando frente a presiones autoritarias y a partidos populistas reciclados como conservadores y anti-populares, muestra un contexto de inestabilidad y fractura de todos los relatos que habían narrado la Argentina del siglo XX. Maradona, entonces, podía ubicarse como un último gran relato de doble significación: como la supervivencia, por un lado, de la añeja vinculación entre fútbol y nación, y por el otro de una serie de marcas del ídolo popular, como venimos analizando: el origen pobre y la fidelidad a ese origen, el modelo de llegada, la picardía, la rebeldía, la denuncia, la persecución, hasta la solidaridad con los suyos. Maradona, entonces, se transformaba en el último anclaje de esos sentidos.
El otro tópico es el de la voz. Maradona se presenta a sí mismo como el portavoz autorizado de los desplazados: "Yo soy la voz de los sin voz, la voz de mucha gente que se siente representada por mí, yo tengo un micrófono delante y ellos en su puta vida podrán tenerlo.5" Esa asunción de un lugar enunciativo le permitió a cierta prensa progresista re-colocar a Maradona en un lugar más claramente político, impregnado de la tradición del populismo progresista y cultor de los tópicos de la alternativa y la resistencia de las culturas populares.
Esta construcción simbólica, que se beneficia en esos años de comportamientos menos erráticos y menos polivalentes, se potencia a finales de 1993. Maradona había regresado a la actividad en 1992, tras su suspensión, jugando para el Sevilla de España. En ocasión del retorno, transmitido globalmente, su salida al campo fue acompañada por la canción "Mi enfermedad", del músico Andrés Calamaro e interpretado por la cantante Fabiana Cantilo, ratificando en el gesto la vinculación de Maradona con un terreno significante para su nueva colocación: el rock argentino. En esos días, el suplemento juvenil de Página/12 está dedicado a "Los rockeros y Maradona", ilustrado con un montaje de Maradona tocando la guitarra eléctrica con la camiseta nacional. Asimismo, ese regreso devolvió a Maradona a las primeras planas, y de manera significativa: Página/12 tituló "Y al año y medio resucitó", con un fotomontaje donde Maradona aparecía en el cielo jugando con una pelota6. Las vinculaciones constantes de Maradona con la simbología católica son también importantes para el análisis: Maradona juega con Dios, es un elegido, un enviado en la tierra.
Mientras tanto, la selección argentina había tenido brillantes desempeños, obteniendo las Copas América de 1991 y 1993 y manteniendo un invicto de 32 partidos. Ese récord permitía suponer que la salida de Maradona del equipo sería definitiva. Sin embargo, ocurrió la catástrofe: el 5 de setiembre de 1993, la selección argentina era derrotada por Colombia en Buenos Aires por el inédito marcador de 5 a 0, y condenada a jugar un repechaje contra Australia para obtener su clasificación para la Copa del Mundo de 1994 en Estados Unidos. Maradona, presente en el estadio como un hincha más, era reclamado por la multitud con el atronador grito de "Maradoooo" (posiblemente la primera vez que el grito desplazaba su significación celebratoria hacia la protesta). El regreso a la selección para el partido en Sidney, entonces, era el retorno del salvador de la patria. El empate en Sidney y la victoria en Buenos Aires clasificó a la Argentina, y consagró el regreso de Maradona como definitivo. La actuación en USA '94 y la obtención del campeonato sería, cómo dudarlo, alcanzar la cima de la gloria y consolidar su rol de "padre de la patria" (un nuevo San Martín posmoderno).
El comienzo del campeonato mostró un juego sólido, con Maradona mostrando grandes destellos de su etapa dorada y acompañado por un equipo argentino por momentos brillante. En el primer partido, un cómodo 4 a 0 contra el modesto equipo griego, Maradona convirtió el tercer gol: para festejarlo, corrió hacia un lateral donde estaba ubicada una cámara de televisión, obligando al director de la transmisión a capturar su rostro en un primerísimo primer plano, en un grito desbordado.
Maradona imponía, al mismo tiempo, su derecho a un festejo de tinte melodramático -festejaba, más que un gol, el regreso de los infiernos tras la suspensión por uso de cocaína- y su dominio, su competencia en las gramáticas televisivas. Impuso una imagen global. Nada menos. Finalmente, el segundo partido contra Nigeria sería el último de Maradona con la camiseta argentina. Luego del triunfo 2 a 1, y de una actuación descollante, la prueba antidóping reveló que Maradona había consumido efedrina, una droga utilizada en dietas para adelgazar. Si bien todos los datos apuntan a un error de medicamentos antes que a un intento deliberado de obtener ventajas deportivas, la AFA retiró al jugador del plantel, ante la amenaza de la FIFA de castigar al equipo. Los dos partidos siguientes fueron derrotas ante Bulgaria y Rumania, y la selección argentina pasó de ser una gran candidata al título al regreso rápido a Buenos Aires. La primera declaración de Maradona colocó al ídolo en el rol del mártir y víctima propiciatoria: "Me cortaron las piernas". La cobertura de los diarios porteños trabajó en el mismo sentido, dedicándole toda la portada de la edición, y ubicando a la exclusión de Maradona en el lugar de la tragedia nacional. Las reacciones fueron públicas, e instalaban en las calles una sensación de duelo generalizado -con banderas arrastradas, rostros llorosos apiñados contra las vidrieras de electrodomésticos que mostraban en sus televisores la transmisión continua de la reunión del comité de FIFA que decidiría la sanción-; un duelo que, además de ratificar el título periodístico, disparaba el recuerdo hacia la última experiencia colectiva similar: la muerte de Perón, exactamente veinte años antes. No se lloraba una derrota -que ocurriría solo horas después, como derrota anunciada-; se lloraba una muerte, simbólica, pero muerte al fin: la de la relación entre el ídolo y la patria.
Las interpretaciones paranoicas reaparecieron con virulencia. El ejemplo más drástico -tan grotesco que parecería paródico-, es la novela de Niembro y Llinás (1995), Inocente. En ella el héroe aparece finalmente doblegado por la persecución de todos los poderes terrenales -incluida la CIA. La novela relata en clave ficcional, pero con un guiño realista un complot de la CIA y la FIFA para impedir el probable triunfo argentino (porque Maradona es un indisciplinado enemigo de la FIFA y amigo de Fidel Castro) o colombiano (porque es un país de narcotraficantes). La CIA, entonces, contrata un sacerdote que le dará a Maradona una hostia con efedrina el día del partido, aprovechando la fe religiosa de Diego; y también a un brujo que, gracias a la credulidad de los colombianos, les proporciona una "crema mágica" que, en realidad, disminuye su rendimiento. La CIA, la FIFA y el Vaticano; si Maradona precisaba una puesta en escena en simultáneo de sus enemigos imaginarios, Niembro y Llinás se la brindaban generosamente. Para que Maradona se creyera el Che Guevara aislado en la selva boliviana poco antes de su muerte, peleando contra el imperialismo norteamericano, no faltaba nada.
La exclusión de Maradona del Mundial '94 coincidió con la eliminación del equipo argentino en octavos de final, proponiendo una relación causa-efecto. Maradona, expulsado del Mundial, arrastró a la Nación toda; a partir de allí, la única mercancía argentina exitosa, simbólica y corporal, se depreció en el mercado global para devolver a la Argentina a su tradicional -y poco relevante- lugar de productor de alimentos y débil exportador de bienes con bajo valor agregado. El relato mitológico del fútbol argentino, mezcla de éxitos y héroes, de estilos originales y sabias apropiaciones, se vio, de improviso, desprovisto de todo sentido.
Los años que siguieron ejemplifican ese cuadro. Maradona se transformó en un jugador asistemático, retornando a Boca una vez cumplida una nueva suspensión de 15 meses en 1995, para jugar poco y mal sin obtener nuevos títulos, y ser envuelto en nuevos escándalos de sospechas de dóping. Pero, además, al descender a la escena local, su estatura mítica se redujo, desapareciendo como núcleo de representación de la nacionalidad. Maradona representaba con holgura la Nación mientras jugaba en Europa y vestía la camiseta argentina -sumada a la doble representación de que se invistió en el Nápoli, donde enfrentó a los clubes poderosos del norte de Italia encarnando una épica clásica del "débil vs. poderoso" redundante con las paranoias argentinas. Pero cuando descendió al mundo de lo local, la camiseta de Boca Juniors significó una tribalización exacerbada. En sus visitas por el interior de la Argentina, se producía un fenómeno interesante: era aturdido por el cariño del público fuera del estadio, y minuciosamente abucheado dentro de la cancha. La estatura mítica cedía paso a la terrenalidad de la afiliación partidaria.
Globalizado por las redes televisivas mundiales, Maradona se convirtió en un eje simbólico alrededor del cual todos los discursos locales pululaban: por el contrario, luego de su vuelta a la Argentina en 1993 y después de varios años de oscilaciones ideológicas y políticas, a Maradona se lo disputaba cada vez menos, sus negociaciones con el poder eran cada vez más criticadas, porque suponían la cancelación de su autonomía narrativa. Si esa autonomía le permitía cuestionar a la FIFA, al Papa, a Bill Clinton o a la CIA, su alianza con el presidente Carlos Menem antes de la reelección de 1995 implicó la fractura -provisoria- de su legitimidad. Y sus desplantes deportivos fueron cada vez menos perdonados. El 25 de octubre de 1997, entre rumores de dóping positivos, Maradona jugó su último partido oficial. Cinco días más tarde, el día de su cumpleaños número 37, anunció su retiro. En enero de 2000 debió ser internado por una crisis cardíaca que lo puso al borde de la muerte. El 10 de noviembre de 2001 jugó su partido de homenaje, en el estadio de Boca Juniors, donde pronunció otra de sus frases famosas: "la pelota no se mancha". En abril de 2004 su vida volvió a correr serios riesgos, por una nueva crisis cardíaca derivada de su exceso de peso y su consumo de drogas.
A finales de 2008, fue nombrado director técnico de la Selección nacional de Fútbol, en las eliminatorias para la Copa del Mundo de 2010. El equipo tuvo una campaña deplorable, alcanzando el último lugar clasificatorio en el último partido. Maradona ya no era un héroe deportivo, sino básicamente discursivo: la actuación de Maradona era puramente lingüística, como entrenador o a través de sus declaraciones periodísticas. Lo que permanecía absolutamente clausurado era la posibilidad de la perfomance corporal, del genio futbolístico en acción: y la épica maradoniana se había construido centralmente en su actuación deportiva. Esa es la excepcionalidad del héroe deportivo: que no consiste meramente en discursos, sino también en una perfomance sostenida por el cuerpo, imposible de ser fingida; deudora del relato, claro que sí, pero imposible de ser creada como pura ficción. Sobre Maradona se había articulado una constelación de discursos -básicamente, como dijimos, la narrativa nacional-popular y plebeya- pero esa articulación era posible por el hecho incontrastable, duramente corporal de su gol a Inglaterra en 1986 -entre otros-. Lo que ahora se volvía imposible: solo le quedaba hablar.
Durante los años de ausencia de las canchas, Maradona hizo muchas cosas. Posiblemente demasiadas, porque además estábamos condenados a enterarnos de todas. Murió y resucitó dos veces; engordó, adelgazó, engordó; se separó, volvió a vivir en pareja(s); fue padre nuevamente, nuevamente ausente; fue abuelo; fue animador televisivo, conduciendo el programa más narcisista de la historia del espectáculo mundial. Pero, justamente, Maradona no hizo otra cosa que hablar. Inundó el espacio mediático con palabras e imágenes, muchas veces contradictorias, como siempre; todas ellas tendientes a desplazar cualquier héroe que no fuera el héroe del pasado: él mismo. Por otro lado, sus carencias tácticas como entrenador -nunca se supo a qué jugaban sus equipos, y las marchas y contramarchas fueron infinitas, incluso durante un mismo partido- eran suplantadas por su condición incomparable de gran charlatán: las conversaciones técnicas eran suplantadas por las invocaciones a la memoria, a la tradición, a la gloria o al compromiso social de los jugadores.
Un incidente previo a la Copa prueba este cambio. La noche en que Argentina consiguió su clasificación a la Copa, el 14 de octubre de 2009, luego de una agónica victoria contra Uruguay en Montevideo, un Maradona descontrolado comenzó a proferir insultos en el campo de juego contra los periodistas que lo habían criticado. Un rato más tarde, ya sereno en la conferencia de prensa, respondió así la pregunta de uno de ellos:
"— Diego, ¿a quién dedicas esta clasificación? (...) ¿A los que no creímos en vos en su momento...a la familia, a los amigos?
— Estás entre los aludidos... Yo tengo memoria, hermano. A los que no creyeron, a los que no creían... con perdón de las damas, que la chupen. Que la sigan chupando."
Las referencias homofóbicas y groseras de Maradona generaron un pequeño escándalo -e incluso, una sanción leve de la FIFA- Su plebeyismo se había vuelto una mueca desprovista de toda irreverencia. Su lenguaje se limitaba a tributar a los códigos machistas del aguante, la lógica dominante de la cultura futbolística según la cual la condición de macho se comprueba en el enfrentamiento violento, y la superioridad se expresa en la metáfora de la penetración anal o el sexo oral. Maradona no cuestionaba más al poder: que simplemente lo reproducía, reproduciendo los lenguajes dominantes del macho. Cuando luego de la Copa fuera despedido por la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), Maradona amenazó con implacables denuncias contra los poderosos responsables de su salida: pero las mismas se limitaron a señalar la traición de su viejo amigo, el ex técnico Bilardo, quien lo había acompañado en la aventura sudafricana para luego avalar su despido. Su posibilidad transgresora estaba definitivamente cancelada: apenas le quedaba la queja o el exilio -por ejemplo, en los Emiratos Árabes Unidos, donde fue un muy poco exitoso director técnico, al igual que en México.
Su última aparición como (presunto) símbolo nacional fue durante la Copa del Mundo de Brasil, en 2014. Allí regresó como animador televisivo, co-conduciendo junto al periodista Víctor Hugo Morales el programa "De zurda" en la Televisión Pública y la cadena latinoamericana Telesur (producida en Venezuela). El programa era televisivamente pobre: porque no se esperaban novedades estéticas, sino una nueva producción infinita de palabras maradonianas. Maradona se limitó a cumplir con creces lo que se esperaba de él: despotricar contra la AFA y la FIFA, conversar con viejos jugadores-amigos, repetir sus frases predilectas, producir algunas nuevas. Una máquina verbal, en suma, contextualizada por los discursos nacional-populares y latinoamericanistas desde el propio título del programa y su cortina de apertura, plagada de referencias en esa dirección -una letra evocativa, músicos de todo el continente, la producción de Gustavo Santaolalla. Y todo eso transmitido por las televisiones estatales argentina y venezolana.
Maradona se transformó, finalmente, en el soporte de todos los lugares comunes de una retórica latinoamericanista, antiimperialista y defensora de una "Patria Grande", significados tradicionalmente impugnadores, alternativos o contrahegemónicos, pero ahora transformados en discurso estatal.
Pero un día, inesperadamente, Maradona murió. Fue el 25 de noviembre de 2020, apenas un mes después de cumplir sesenta años. Había pasado los últimos meses como entrenador de un club pequeño, Gimnasia y Esgrima de La Plata, lo que le había permitido una gira por todos los estadios de los equipos de la primera división para que los hinchas le brindaran su cariño inigualable a lo que ya era, apenas, un símbolo del pasado. Pero, rectifico: un potente símbolo amoroso del pasado. La pandemia lo aisló; en esa soledad, el abandono de su grupo de amigos lo dejó sin cuidados y lo llevó a una muerte injustificable.
Esa muerte disparó energías hasta entonces impensadas. Sus contemporáneos sabíamos de su carácter de mito viviente, aún con el desgaste y el desplazamiento de la escena futbolística y política en los últimos años: un mito, nuevamente, en pasado. Lo que ignorábamos era hasta qué punto el amor y la admiración por ese pasado, transformado en una suerte de presente continuo, era global, un lazo amoroso que unía la Argentina con Nápoles o Bangladesh con Escocia; que incluía a los rivales clásicos -Brasil y Uruguay- y también a los que se consideraban sus "damnificados": los propios ingleses, que confesaban finalmente su admiración. Posiblemente, se conjugaron allí dos relatos: uno de la mera admiración -¿el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos? ¿el mayor artista del balón que haya pisado un estadio?- y otro del amor, un amor conjugado tanto en la felicidad -ese campeonato mundial de 1986, esos scudettos irrepetibles con el Napoli- como también en la representación política y cultural. Se había muerto, junto al ex jugador de fútbol, también un ídolo plebeyo de los plebeyos, un mito rebelde de las rebeldías, un antimperialista de la periferia.
Es posible que esas asunciones tengan más de imaginario que de real, que Maradona no haya sido, todo el tiempo, todo esto. Pero esa imaginación alcanza para un posible nuevo paso -al menos, provisoriamente, en Napoli y en la Argentina-: la santidad popular. Pronto podremos verlo o comprobarlo.
Diego Maradona, Yo soy el Diego (Buenos Aires: Planeta, 2000).
Jimmy Burns, La mano de Dios. La vida de Diego Maradona (Buenos Aires: Planeta, 1996), 208-209.
Simon Kuper, "No peace until he dies", The Observer (Sports), London, October 22, 2000, 8.
Daniel Arcucci, "Honestidad brutal. Rolling Stone Interview a Diego Maradona", Rolling Stone, Buenos Aires, II-14, Mayo 1999, 38.
Maradona, Yo soy el Diego.
Página/12, Buenos Aires, Septiembre 29, 1992, 1.